lunes, 15 de noviembre de 2010

Las procesiones del Sábado Santo y la Vigilia Pascual. Un asunto de actualidad en Jerez de la Frontera


Desde el siglo II al IV la Iglesia celebró la Pascua de Resurrección con una gran Vigilia nocturna, pronto sin embargo se fue adelantando por comodidad a las últimas horas de la tarde del sábado e incluso más temprano, hasta el punto de que hacia el siglo XIV ya se celebraba siempre en la mañana. Así permaneció hasta 1951 en que Pío XII permitió, mediante el inesperado decreto Dominicae Resurrectionis de 9 de febrero, que se realizase de noche, lo que tras otro decreto posterior, el Maxima Redemptionis de 16 de noviembre de 1955, fue obligatorio a partir de 1956. Las razones históricas y litúrgicas por las que la Vigilia se había ido adelantando hasta quedar fijada en la mañana del sábado son de variada naturaleza, pero sin duda la más influyente fue que disciplina del ayuno eucarístico impedía tomar cualquier alimento o bebida desde la medianoche precedente a la comunión. Pío XII se encargaría de eliminar este inconveniente mediante la constitución apostólica Christus Dominus de 6 de febrero de 1953, que introdujo un indulto por el que se reducía a tres las horas del ayuno eucarístico.
Adoptada la Vigilia nocturna en algunas -pocas- diócesis en el mismo 1951 y en la mayoría en 1956, surgió un problema adicional ¿Cómo convertir un día que siempre había sido considerado como de festiva alegría en otro día más de semana santa? La cuestión no era baladí. Durante siglos, generación tras generación de cristianos había asistido a la Vigilia temprano, había cumplido con el precepto pascual y, finalizado oficialmente el tiempo de cuaresma a medio día, había festejado de muy variadas formas la Resurrección de Nuestro Señor. Cambiar toda esta jubilosa alegría del Sábado de Gloria por otro día más de Semana Santa, al que no sólo habría que añadirle el ambiente de austeridad expresiva y penitencia que le sería propio, sino el de duelo similar al del propio Viernes Santo, no sería tarea fácil.
Los obispos españoles optaron entonces por prorrogar un día más las procesiones, lo que en la mayoría de los casos supuso un gran sacrificio por parte de las cofradías, que se verían abocadas a abandonar su histórica jornada de salida por otra nueva completamente privada de tradición. En general afectó a la procesión del Santo Entierro que en casi todas partes pasó del viernes al sábado, así como a otras cofradías generalmente relacionadas con la soledad de María, la piedad o el traslado al sepulcro. Se buscaron unos horarios que no imposibilitaran la asistencia a la Vigilia y, en muchas poblaciones donde existía “carrera oficial” se invirtió su recorrido, de modo que al acudir en primer lugar a la catedral por el camino más corto, ésta quedaba expedita con suficiente antelación para preparar la Vigilia con toda tranquilidad. Así se hizo en la catedral de Sevilla donde el arzobispo Bueno Monreal incluso pretendió aprovechar el desahogo de la aparición de un nuevo día de procesiones para liberar de éstas el Jueves Santo, que con la reforma de la Semana Santa dejaba la catedral cuajada de celebraciones litúrgicas. Sin embargo, se vio que, con un disciplinado cumplimiento de horarios, era posible que oficios litúrgicos y procesiones coincidiesen en la catedral, por lo que continuaron éstas durante el Jueves Santo como hasta entonces y el decreto de 1º de marzo de 1956 sólo alcanzó a la creación de la nueva jornada de procesiones. En pocos años la adaptación de los fieles a la nueva situación fue creciendo y en 1974, se vio que, ajustando los horarios, había margen para que también las procesiones del sábado fuesen a la catedral en el mismo sentido que las de los días precedentes.
Soluciones análogas fueron adoptadas en el resto de poblaciones de la archidiócesis, entre ellas, en la de Jerez de la Frontera, donde sin problema alguno se mantuvo la situación hasta su erección como cabeza de la nueva diócesis de Asidonia-Jerez. Al año de creada ésta, su primer obispo, monseñor Bellido Caro inició un plan de supresión de procesiones para el Sábado Santo que se aplicó en dos fases, la primera, de 1981 a 1983, dejó al Santo Entierro como única procesión del día, y en la segunda, a partir de 1984, incluso esta hermandad debió volver a su día procesional de origen, quedando el Sábado Santo sin procesión alguna. Todo se realizó con el pretexto de dejar la jornada completamente dedicada a la preparación espiritual de la Pascua. Eran los años en que la Iglesia adolecía de aquel sospechoso aliento rupturista que, parapetado tras la coartada del llamado “espíritu del concilio” le hizo mirar con cierto desdén sus propias tradiciones devocionales y de piedad popular.
Sin embargo, las innovadoras ideas creadas en aquel momento para vivir espiritualmente el día en modo comunitario parecieron extrañas a unos fieles que mayormente se identificaban con las prácticas de la liturgia parroquial de toda la vida. Por otra parte, el silencio, la espera y la meditación propuestos para la jornada resultaron ser de complicada aplicación en un día que, pese a los cambios litúrgicos, había permanecido en el calendario civil como laborable. De este modo, el Sábado Santo pasó, de ser percibido como una suerte de prolongación del Viernes Santo y su espíritu, con la contemplación luctuosa de escenas de la muerte de Nuestro Señor, a un día vacío en la vida espiritual de los jerezanos. En el mejor de los casos se acudía a Sevilla a ver sus procesiones, y digo en el mejor de los casos porque la cultura del week-end, ya por aquel entonces instalada en la sociedad española y con mayor arraigo en la juventud, llevó a considerar el Viernes Santo como último día de obligaciones religiosas para buena parte de los fieles, que no volverían a pisar la iglesia hasta la tarde del domingo.
Pero la supresión de procesiones y otros ejercicios piadosos del Sábado Santo en Jerez no fue un caso aislado, el aludido espíritu de desconfianza hacia la eficacia real de las prácticas tradicionales de devoción como preparación espiritual de la Vigilia, llevó en otras diócesis, también fuera de España, a iniciativas similares, y con argumentos motivadores tan peregrinos como el de aquella corriente que muchos recordarán, que pretendía adjetivar el Sábado Santo como día “alitúrgico”, lo cual se da de bruces con la realidad con sólo abrir el breviario, a no ser que por “alitúrgico” se entienda “día sin misa”, en cuyo caso también lo sería el viernes santo, que sin duda es el día de mayor número de procesiones en todo el orbe católico. Por estas y otras razones la Iglesia consideró necesario aclarar cuál era el verdadero espíritu que debía acompañar al Sábado Santo, en el contexto de la renovación general acometida por el Concilio Vaticano II, y así cuando la Sagrada Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos publicó la Carta Circular sobre las Fiestas Pascuales de 16 de enero de 1988, firmada por su prefecto, el cardenal Meyer, ratificó la validez de los ejercicios piadosos para ese día y explícitamente se hizo referencia a que “pueden ser expuestas en la iglesia a la veneración de los fieles la imagen de Cristo crucificado, o en el sepulcro, o descendiendo a los infiernos, ya que ilustran el misterio del Sábado Santo, así como la imagen de la Santísima Virgen de los Dolores”. Lo que confirmaba la validez del modelo de Sábado Santo surgido en España de la reforma litúrgica de Pío XII y la conveniencia de mantenerlo. Además, el 12 de octubre de ese mismo año los obispos del Sur de España publicaron conjuntamente una extensísima carta pastoral titulada Las Hermandades y Cofradías donde manifiestan que, siempre que permitan la participación de todos los fieles en la Vigilia Pascual, “Las procesiones que permiten a los fieles contemplar los Misterios de la Pasión de Cristo y los dolores y Soledad de la Virgen María pueden ser muy adecuadas también el Sábado Santo, día en que la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte”.
A pesar de la meridiana claridad de ambos documentos, en Jerez, ya sea por inercia, ya por la obstinación en el mantenimiento de modelos que a todas luces han resultado poco fructíferos, se ha continuado en la situación descrita hasta el presente, con el resultado anteriormente analizado, e incluso aumentado por la creciente secularización de la sociedad. En buena medida resulta sorprendente que nadie en todo este tiempo haya considerado la movilización a que la ciudad queda sometida por las procesiones como parte del éxito, en solemnidad y asistencia de fieles, repetido año tras año en los oficios del Jueves Santo. Oficios que, conviene subrayar, se superponen e incluso comparten horario con las procesiones de ese día. Pero hay más, en 2000, cuando para conmemorar el jubileo de dicho año se organizó durante el Sábado Santo una gran procesión que representó en orden cronológico los hitos más significativos de la pasión y muerte de Cristo, muchos párrocos de la ciudad pudieron comprobar con sorpresa el elevado número de fieles que acudieron a la Vigilia en aquella jornada excepcional, que se multiplicaron de manera exponencial respecto a los de años anteriores. Por ello, el principal argumento esgrimido hasta el momento para mantener la situación cayó por su propio peso; algo para lo que, por otra parte, sólo hubiese sido necesario una comparativa entre las Vigilias de Jerez y de otra ciudad con procesiones, como Sevilla. Para quienes en distintos años hemos asistido a las de una y otra ciudad, así en la catedral como en otras parroquias, no albergamos duda alguna de que a ello contribuye de manera importante la movilización que de los fieles hacen las cofradías y sus procesiones.
Ahora bien, llegados a este punto cabe preguntarse por qué extraña razón asistimos en estos días a la escenificación pública del desencuentro existente al respecto entre el Obispado de Asidonia-Jerez y las hermandades de esta ciudad. Éstas últimas, otrora tan celosas de sus tradiciones, parecen al presente dispuestas a dejar sus históricos días de salida para la recuperación de un Sábado Santo con procesiones. Sin embargo, las razones aducidas para esta pretendida mudanza no parecen ir más allá del intento de solucionar una supuesta saturación de procesiones durante el resto de días, que muchos creemos que no es tal, y que en cualquier caso podría solucionarse de muchas otras formas, algunas bien sencillas. Por otra parte, la Iglesia local parece seguir anclada en la defensa de aquel modelo de Sábado Santo surgido hace ya casi treinta años, que sin duda pudo haber sido concebido con la mejor de las intenciones pastorales, pero que hoy, a la vista de sus escasos frutos, parece necesitar ser repensado.
¿Acaso no sería positivo para la Iglesia y para las cofradías que de ella son parte iniciar un diálogo conjunto del que surgiese un modelo de Sábado Santo que sea verdadera preparación espiritual a la Vigilia? La tarea exige esfuerzo de entendimiento y adaptación del medio expresivo cofradiero -elección de unas escenas acordes con el espíritu de la jornada, horarios de salida que no obstaculicen el inicio de las Vigilias, música procesional adecuada a la sobriedad del día, etc.- a los altos fines que se persiguen. Los frutos de la contemplación de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, desde la perspectiva pascual que se nos presentó en la celebración del Viernes Santo, podrían sin duda regenerar la religiosidad de la jornada y revitalizar la que san Agustín con razón llamó Madre de todas las Vigilias.

martes, 9 de noviembre de 2010

Spain was different y II. El bonete episcopal

Otra preterita y significativa particularidad del traje coral prelaticio de corte hispano fue la que afectó a la forma de su bonete. Este característico cubrecabezas eclesiástico que completa el traje coral y que nuestros obispos y arzobispos hoy nunca saben si llevar puesto, pasearlo en mano, dejarlo en palacio o ni siquiera comprarse, fue hasta hace poco más de un siglo netamente distinto en España del usado en el resto del Orbe católico, donde el rígido y cuadrado bonete romano había ido fagocitando las distintas particularidades nacionales, que apenas quedaron limitadas al número de sus crestas, tres o cuatro, y que suponía el último estadio evolutivo del mórbido bonete medieval.

Más semejante a este último es el que usan los clérigos hispanos, que hoy nos sirve para imaginar cómo fue hasta hace poco más de un siglo el de nuestros obispos y arzobispos, que se mostraban orgullosos de sus tradicionales bonetes redondos, rígidos y de picos, prácticamente fosilizados en su forma desde el siglo XVI. Eran en todo semejantes a los de cualquier clérigo, salvo en el color de su borla pues, a excepción de los cardenales, que siempre lo han recibido de Roma -y de forma romana- de aquel bello color rojo púrpura que evoca la sangre de los mártires, el resto de la prelatura y clericatura siempre lo tuvo negro. Claro que hubo usos y abusos, por ello se pueden ver cuadros de prelados, sobre todo en la Nueva España, con bonetes hispanos de color morado, ceniza o añil. La práctica general marcaba que la borla fuese morada en el caso de los obispos, más los prelados españoles la llevaban mayoritariamente verde, color episcopal. Reminiscencia de aquel uso de bonetes negros con borla verde por parte de nuestros obispos y arzobispos es la pervivencia mayoritaria de idénticos cubrecabezas como parte del traje de coro de los cabildos catedralicios españoles, que siempre trataron de emular en forma y color a los capisayos y capas episcopales.

Sin embargo, frente a aquellas particularidades del traje coral prelaticio de corte hispano que ya vimos que pervivieron hasta mediados de la pasada centuria, el bonete español murió al mismo tiempo que lo hacía el siglo XIX. La presencia en Roma de un buen grupo de prelados españoles durante el Concilio Vaticano I propició la paulatina introducción del modelo romano en España, probablemente ya con borla morada en muchos casos, lo que dejaría abonado el terreno para que con la Praeclaro Divinae Gratiae de tres de febrero de 1898 de León XIII, que obligó a todos los obispos a cambiar muy gustosamente el bonete negro por el morado, se terminase por extinguir la variante episcopal del modelo español. 







Ilustran el artículo de arriba abajo: Retrato pictórico de don José Flórez Osorio, obispo de Cuenca entre los años 1738 y 1759; don Pedro Casas Souto, obispo de Plasencia entre 1875 y 1906; y don León Federico Aneiros, que rigió el arzobispado de Buenos Aires desde 1870 a 1894, primero como administrador  siendo obispo titular de Aulón y luego como su segundo arzobispo. Del mismo también se muestra, orante, sobre su propia tumba.